“Ese atardecer que
perfora la mirada”
Queridos Amigos de la misión.
Son tantas las veces que lo he contemplado, y tantas
las veces que –pasmado- me he quedado ahí, solo, mirando… tan quieto…, tan
sobrecogido…, sin saber que decir, ni que hacer, anegado en un indescriptible
sentimiento de ensimismamiento, de pequeñez y escondido llanto.
A veces parece no moverse, otras parece un momento fugaz
y eterno… Es lo más hermoso que he visto en mi vida…
Por uno sólo de esos instantes sientes que ha valido
la pena la senda, el hatillo, las huellas, los sudores, las angustias, los
cansancios, el cierzo insoportable, los temblores, las soledades, las secretas penas…
Ha valido la pena venir tan lejos. Todos esos
desasosiegos que durante tantos años bregados y navegados sobre estos océanos
de arenas interminables entre añoranzas y
recuerdos, arropados entre insobornables sueños y esperanzas…
Sobre el solitario muro sentado, miro el discurrir
de un rio milenario, testigo mudo y fecundo de caravanas nómadas, de pausado
rumbo misterioso sin otra luz y guía -en ese cielo preñado de estrellas- que la
que en el corazón ardía. Veo la caravana adentrarse en la espesura de tanta
arena y me doy cuenta que yo –el misionero- no soy más que un pobre nómada,
desorientado caminante a quien estas gentes han invitado a unirse a su
centenaria marcha, que no soy más que un sediento, sin senda aparente, ni
cántaro, ni alberca, hambriento peregrino, sin hacienda ni alforja, uno de
ellos, caminando todos estos años de mi vida en mi propia caravana, en mi
solitaria andadura, perpetuamente inquieto, insatisfecho, desasosegado…
atrapado por la absurda certeza incomprensible de que en mi interminable desierto
tiene que haber una senda; que en mi oscurísima y fatigada noche tiene que
haber una luz, o al menos una estrella, -“rastro de Dios” - en esos cielos
africanos de belleza inaudita, sobrecogido en mi pequeñez, arrullado por el
canto de su voz en lo hondo de mi propia senda.
Voy en mi pequeña caravana –definitivamente- sin
rumbo aparente que el cálculo humano pueda definir o encasillar y sin embargo
hace tiempo que el corazón sí que sabe a dónde va.
Y pienso tantas veces en esta penúltima hora de la jornada
¿Qué busco? ¿Caminar… a dónde? Y una ráfaga de oscura noche me responde: “si tú
ya me has encontrado” “si ya me tienes” “¿acaso no eres mío?” “¿por ventura no
soy todo tuyo?” Y es ahí donde caigo en la cuenta de que en realidad yo ¿buscar…?
Yo ya a estas alturas de la vida ya no busco nada, ni quiero nada, ni
–extrañamente- me falta nada, que soy un hombre afortunado porque siendo muy
joven, el amor me salió al encuentro con amor incompresible, con ternura
inusitada y me robó lo más íntimo del alma, lo indivisible de mi corazón.
Y siento como la vida se me escapa y los años se me
escurren como las aguas del Shebelle entre los dedos, en un deseo extraño de
ser únicamente aquello para lo que el Buen Dios desde toda la eternidad me
soñó. Esa curiosa añoranza por releer la partitura original, el diseño que
desde la alborada de los tiempos llevaba esculpida la historia que había de ser
y no sé si alguna vez habré sido.
Y yo sigo ahí sobre el muro gris sentado; me
acaricia el crepúsculo de luz africana, asombrado y sobrecogido como la primera
vez que por sorpresa lo vi. Y pienso si todo esto habrá valido la pena y si era
esto lo que la mano de Dios había compuesto en el pentagrama de mi vida… A
veces me aturden mis notas desafinadas, acordes desafortunados, melodías
vacías, cantos extraviados… ¡Ay si se pudieran volver a cantar en el hondón del
alma los versos equivocados, las notas vacías…! Si pudiera renacer la armonía inocente
de la primera mañana, la alborada de aquellos sueños vocacionales, en lo más
puro, en lo más bello de lo que el corazón ansía… armonía susurrada, música
silente, pasión incontenible, soñando proezas evangélicas por amor en su amor forjadas.
Tanto ha pasado, tanto ha transcurrido, pretéritas páginas
amarillentas, recuerdos de heroísmos y fracasos; tan llenas de heridas, de
golpes y de llagas como la vida araña en mi piel cuartada.
Y voy en la caravana nómada, desierto adentro las
arenas, vivamente consciente en la certeza del misterio de una voz, del entrecruzar de dos
miradas; pequeñita, frágil, transitoria, dubitativa la mía; la suya fuerte,
firme, fiel, duradera, para siempre; la que una vez se me clavó en lo más
profundo de mis adentros, que me penetró…, sin saber bien por dónde… voz la más
bella declaración de amor.
Voz que sería capaz de reconocer entre mil millones
de voces, voz de mi Amado que se hizo oír, no con el tímpano de los oídos, sino
en lo hondo del corazón. Mirar fulgurante, verdadera declaración de amor. ¡Qué
verdad es que como dice el místico poeta y cantor que “el mirar de Dios es amar”!
Me supe amado y llamado en el instante mismo en que
me supe mirado por Dios, que me miraba como jamás me había mirado nadie.
Éramos dos que se habían mirado al corazón.
Llamada y voz que me penetraron con la melodía de su
canción; la reciprocidad de su mirada entrelazada con la mía, donde se sacia la
sed del corazón.
Por fin detiene su marcha la caravana, rauda cae la
noche en el desierto somalí, los hombres desmontan los aperos de los lomos de
los camellos; y comienzan a armar las chozas, les miro impresionado por la
austeridad de su vida, la elegancia de sus gestos, dignísima figura enjuta en
contraluz, la destreza de sus manos, la dureza de su vida…
Mientras, las mujeres rebuscan leña entre los
escasos matorrales que alimente la fogata donde entre pedruscos se balancea la
olla mugrienta y los niños corretean alrededor…
Asoma la luna inmensa; todo es silencioso en el
desierto y únicamente el chisporrotear de las llamas atrae la atención hacia el
centro del campamento. Las niñas atienden a los bebés como madres diminutas,
prematuras, con una seriedad y destreza que impresiona.
Al verlos, se me agolpan tantos pensamientos en ese
momento, sobre mi propia vida… Aquí es todo tan diferente… hasta rezar tiene
otro sabor, y es que la oración en el desierto ha sido -en la caravana de la
vida- experiencia de mi propia sed, y me sorprendo gritando para mis adentros
la hondura de mi sed: “¡Jesús, tengo sed!
¡Mucha sed!”. Ya desde este instante se puede estar seguro de que pase lo
que pase a partir de este momento, ya no importará el lugar o la tarea el
terruño o el oficio; lo único que importará en la vida será: ESTAR CON ÉL,
sentarme junto al brocal del pozo. Dejarse seducir y saciar por Él. La llamada…
la vocación de Dios, inexplicable y misteriosa, abrazo irrompible, inseparable,
para siempre.
Llamado para sembrar lo que probablemente jamás
llegue a recoger. Llamado para arar la tierra que antes jamás nadie logró
romper. Creer que germinará lo que antes nadie creyó que pudiese florecer. Clarísima
conciencia de que Cristo se me ha clavado en el corazón. La oración del alma
enamorada, arrebatada de amor, que busca jadeante la mano del que la hirió; que
busca ansiosamente vivir en el abrazo del Amado saciándonos únicamente en la
contemplación de la hermosura de su rostro. Diálogo de enamorados entrelazados
en el hilo de su voz.
Miro y veo a estos nómadas somalíes cuando cae la
noche y me doy cuenta que en realidad estas gentes no tienen nada, metáfora de
mi propia vida, de mi peregrinar cristiano, en realidad yo, como ellos, en el
ir y venir de la vida, para ser feliz, yo tampoco necesito nada, y es que el
desierto ha sido un lugar privilegiado para el encuentro con Dios; destierro
purificador y soledad de enamorados.
Camino personal, único, irrepetible; porque no hay
dos caminos idénticos a través del desierto. Dios jamás se repite a sí mismo y
nunca revela por adelantado sus planes y designios.
Únicamente quien tiene experiencia del desierto,
quien ha peregrinado a solas con sólo Dios, puede caminar evangélicamente por
los caminos de este mundo y proclamar la misericordia de Dios a los más pobres
de entre los hombres nuestros hermanos, como estos nómadas del viento que ahora
acampan a cielo abierto, perdidos en Dios, caminando en entera desnudez de todo
asidero humano.
Radical renuncia a lo que nos era más querido,
abandonar la aparente seguridad de nuestras enmascaradas esclavitudes, para
caminar con rumbo incierto, camino a lo desconocido, sin más certeza que la
promesa de Dios. Es la tierra de la gran soledad, una soledad a la que
instintivamente tenemos miedo y rehuimos. Una soledad que nos dará la medida de
nuestra madurez afectiva y espiritual, que nos capacitará para sentirnos a
gusto con todos, con cualquiera, y a la vez no necesitar de nadie más que de
sólo Dios.
El verdadero nómada, no es la que se acerca al
desierto como quien hace una visita turística a un lugar del que rápidamente
regresará. Se trata de la verdadera espiritualidad del peregrino; caminar sin esperanza o
posibilidad de regreso a las mil esclavitudes de nuestros muchos “egiptos”;
será no sólo lugar de encuentro con el Amado, sino también el lugar de combate
cuerpo a cuerpo, sin cuartel.
Caminando junto a estas gentes descubro que el
desierto me ha enfrentado con la desnuda verdad de Dios y la desnuda verdad de mí
mismo. En esta noche dormida al raso entre el ganado y las gentes de este clan,
no me acompaña aquí más que la oscura luz de la fe. No se trata de venir a la
soledad como quien busca disfrutar de unos días de descanso entre muchos
quehaceres. Se trata de sentarse a los pies del Maestro y aprender que no
estamos en la Iglesia para producir eficiencia sino para derramar nuestra vida
postrada ante Él.
Todos atienden a sus quehaceres en silencio, saben
perfectamente lo que han de hacer; y es que el silencio del desierto es
sobrecogedor, donde sólo se oye soplar el viento del Espíritu y el aullar
cobarde de las hienas. Implica dejarse despojar del hombre viejo con sus
recuerdos, imágenes del pasado, curiosidades o distracciones mundanas,
sucedáneos de la vida en sociedad. El desierto no admite componendas; con
fuerza brutal nos obliga a escoger y nos desnuda de disfraces superfluos y
banalidades varias.
Paradójicamente, sólo nos llegamos a conocer de
verdad en el desierto, cuando nos dejemos de preocupar de nosotros mismos,
cuando nuestro corazón esta progresivamente menos dividido por tantas preocupaciones
y tiene como único deseo esencial el amor. Amar a Jesús con locura.
Este conocimiento de nosotros mismos nos ayuda a
descubrir la gracia que es ser peregrino sin domicilio, sin equipaje, sin
seguridades para el mañana. El desierto, de este modo nos desenmascara y el
paisaje, duro, austero e incluso inhóspito del desierto que en definitiva es
Dios mismo visto a cara descubierta, no permite que nos creemos una imagen
falsa de nosotros mismos. Supone caminar hacia Él sin un plan de vida
preconcebido y en plena disponibilidad para los hombres nuestros hermanos.
Hemos de conservarnos maleables y libres de todo cuanto pueda impedir que Dios
sea libre en nuestros adentros.
En estos secarrales africanos la caída del sol a
cada tarde y la llegada del crepúsculo abrasador es sobrecogedor. Vuelvo la
vista atrás con mirada agradecida y veo cuantas maravillas ha hecho el Bueno
Dios donde antes no había nada.
Gracias a tanta gente generosa, estamos -¡por fin!-
muy cercanos a concluir la escuela y centro nutricional de Gode. Esperamos que
a primeros de año, pueda estar equipado y funcionando a pleno rendimiento. Ha
sido un camino largo, lleno de sinsabores, sacrificios y sufrimientos. Si
gracias a todo lo padecido mañana puedan pequeños y mayores somalíes tener un
futuro mejor, habrá valido la pena caminar todos estos años enyugados a Cristo.
También asombrado doy gracias por todos los jóvenes
y menos jóvenes misioneros laicos que estos meses pasados nos han acompañado
desde diferentes países con su fe vivida, su entusiasmo desbordante, sus
interrogantes a flor de piel y sus ganas de dar la vida por Jesucristo en los
hermanos más pobres. El Espíritu sigue soplando con suave violencia, tocando
corazones, alentando decisiones radicales por el Evangelio. Que verdad es que
el Sí de unos se edifica cada día sobre el sí de otros.
A todos os doy las gracias porque sin vosotros el
amor de Dios jamás hubiese llegado hasta este recóndito secarral africano;
gracias a las hermanas de clausura que con su silencio y vida entregada a todos
los misioneros nos sostienen; gracias a tantos que desde su pequeña vida
ofrecen sus rezos sus cruces y penas por los misioneros del mundo entero;
gracias a tantos que nos habéis apoyado económicamente privándoos en no pocas
ocasiones de vuestros propios gustos para dar a quien nada tiene.
Ante el Sagrario de la misión por todos oramos y con
Nuestra Señora Reina de la Misiones pedimos que a todos nos acoja bajo su
bendito manto.
Os bendigo a todos.
Padre
Christopher