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jueves, 16 de octubre de 2014

Christopher Hartley, nueva carta desde el Desierto

“Ese atardecer que perfora la mirada”


Queridos Amigos de la misión.
Son tantas las veces que lo he contemplado, y tantas las veces que –pasmado- me he quedado ahí, solo, mirando… tan quieto…, tan sobrecogido…, sin saber que decir, ni que hacer, anegado en un indescriptible sentimiento de ensimismamiento, de pequeñez  y escondido llanto.
A veces parece no moverse, otras parece un momento fugaz y eterno… Es lo más hermoso que he visto en mi vida…
Por uno sólo de esos instantes sientes que ha valido la pena la senda, el hatillo, las huellas, los sudores, las angustias, los cansancios, el cierzo insoportable, los temblores, las soledades, las secretas penas…
Ha valido la pena venir tan lejos. Todos esos desasosiegos que durante tantos años bregados y navegados sobre estos océanos de arenas interminables entre añoranzas y  recuerdos, arropados entre insobornables sueños y esperanzas…
Sobre el solitario muro sentado, miro el discurrir de un rio milenario, testigo mudo y fecundo de caravanas nómadas, de pausado rumbo misterioso sin otra luz y guía -en ese cielo preñado de estrellas- que la que en el corazón ardía. Veo la caravana adentrarse en la espesura de tanta arena y me doy cuenta que yo –el misionero- no soy más que un pobre nómada, desorientado caminante a quien estas gentes han invitado a unirse a su centenaria marcha, que no soy más que un sediento, sin senda aparente, ni cántaro, ni alberca, hambriento peregrino, sin hacienda ni alforja, uno de ellos, caminando todos estos años de mi vida en mi propia caravana, en mi solitaria andadura, perpetuamente inquieto, insatisfecho, desasosegado… atrapado por la absurda certeza incomprensible de que en mi interminable desierto tiene que haber una senda; que en mi oscurísima y fatigada noche tiene que haber una luz, o al menos una estrella, -“rastro de Dios” - en esos cielos africanos de belleza inaudita, sobrecogido en mi pequeñez, arrullado por el canto de su voz en lo hondo de mi propia senda.
Voy en mi pequeña caravana –definitivamente- sin rumbo aparente que el cálculo humano pueda definir o encasillar y sin embargo hace tiempo que el corazón sí que sabe a dónde va.
Y pienso tantas veces en esta penúltima hora de la jornada ¿Qué busco? ¿Caminar… a dónde? Y una ráfaga de oscura noche me responde: “si tú ya me has encontrado” “si ya me tienes” “¿acaso no eres mío?” “¿por ventura no soy todo tuyo?” Y es ahí donde caigo en la cuenta de que en realidad yo ¿buscar…? Yo ya a estas alturas de la vida ya no busco nada, ni quiero nada, ni –extrañamente- me falta nada, que soy un hombre afortunado porque siendo muy joven, el amor me salió al encuentro con amor incompresible, con ternura inusitada y me robó lo más íntimo del alma, lo indivisible de mi corazón.
Y siento como la vida se me escapa y los años se me escurren como las aguas del Shebelle entre los dedos, en un deseo extraño de ser únicamente aquello para lo que el Buen Dios desde toda la eternidad me soñó. Esa curiosa añoranza por releer la partitura original, el diseño que desde la alborada de los tiempos llevaba esculpida la historia que había de ser y no sé si alguna vez habré sido.
Y yo sigo ahí sobre el muro gris sentado; me acaricia el crepúsculo de luz africana, asombrado y sobrecogido como la primera vez que por sorpresa lo vi. Y pienso si todo esto habrá valido la pena y si era esto lo que la mano de Dios había compuesto en el pentagrama de mi vida… A veces me aturden mis notas desafinadas, acordes desafortunados, melodías vacías, cantos extraviados… ¡Ay si se pudieran volver a cantar en el hondón del alma los versos equivocados, las notas vacías…! Si pudiera renacer la armonía inocente de la primera mañana, la alborada de aquellos sueños vocacionales, en lo más puro, en lo más bello de lo que el corazón ansía… armonía susurrada, música silente, pasión incontenible, soñando proezas evangélicas por amor en su amor forjadas.
Tanto ha pasado, tanto ha transcurrido, pretéritas páginas amarillentas, recuerdos de heroísmos y fracasos; tan llenas de heridas, de golpes y de llagas como la vida araña en mi piel cuartada.
Y voy en la caravana nómada, desierto adentro las arenas, vivamente consciente en la certeza del  misterio de una voz, del entrecruzar de dos miradas; pequeñita, frágil, transitoria, dubitativa la mía; la suya fuerte, firme, fiel, duradera, para siempre; la que una vez se me clavó en lo más profundo de mis adentros, que me penetró…, sin saber bien por dónde… voz la más bella declaración de amor.
Voz que sería capaz de reconocer entre mil millones de voces, voz de mi Amado que se hizo oír, no con el tímpano de los oídos, sino en lo hondo del corazón. Mirar fulgurante, verdadera declaración de amor. ¡Qué verdad es que como dice el místico poeta y cantor que “el mirar de Dios es amar”!
Me supe amado y llamado en el instante mismo en que me supe mirado por Dios, que me miraba como jamás me había mirado nadie.
Éramos dos que se habían mirado al corazón.
Llamada y voz que me penetraron con la melodía de su canción; la reciprocidad de su mirada entrelazada con la mía, donde se sacia la sed del corazón.
Por fin detiene su marcha la caravana, rauda cae la noche en el desierto somalí, los hombres desmontan los aperos de los lomos de los camellos; y comienzan a armar las chozas, les miro impresionado por la austeridad de su vida, la elegancia de sus gestos, dignísima figura enjuta en contraluz, la destreza de sus manos, la dureza de su vida…
Mientras, las mujeres rebuscan leña entre los escasos matorrales que alimente la fogata donde entre pedruscos se balancea la olla mugrienta y los niños corretean alrededor…
Asoma la luna inmensa; todo es silencioso en el desierto y únicamente el chisporrotear de las llamas atrae la atención hacia el centro del campamento. Las niñas atienden a los bebés como madres diminutas, prematuras, con una seriedad y destreza que impresiona.
Al verlos, se me agolpan tantos pensamientos en ese momento, sobre mi propia vida… Aquí es todo tan diferente… hasta rezar tiene otro sabor, y es que la oración en el desierto ha sido -en la caravana de la vida- experiencia de mi propia sed, y me sorprendo gritando para mis adentros la hondura de mi sed: “¡Jesús, tengo sed! ¡Mucha sed!”. Ya desde este instante se puede estar seguro de que pase lo que pase a partir de este momento, ya no importará el lugar o la tarea el terruño o el oficio; lo único que importará en la vida será: ESTAR CON ÉL, sentarme junto al brocal del pozo. Dejarse seducir y saciar por Él. La llamada… la vocación de Dios, inexplicable y misteriosa, abrazo irrompible, inseparable, para siempre.
Llamado para sembrar lo que probablemente jamás llegue a recoger. Llamado para arar la tierra que antes jamás nadie logró romper. Creer que germinará lo que antes nadie creyó que pudiese florecer. Clarísima conciencia de que Cristo se me ha clavado en el corazón. La oración del alma enamorada, arrebatada de amor, que busca jadeante la mano del que la hirió; que busca ansiosamente vivir en el abrazo del Amado saciándonos únicamente en la contemplación de la hermosura de su rostro. Diálogo de enamorados entrelazados en el hilo de su voz.
Miro y veo a estos nómadas somalíes cuando cae la noche y me doy cuenta que en realidad estas gentes no tienen nada, metáfora de mi propia vida, de mi peregrinar cristiano, en realidad yo, como ellos, en el ir y venir de la vida, para ser feliz, yo tampoco necesito nada, y es que el desierto ha sido un lugar privilegiado para el encuentro con Dios; destierro purificador y soledad de enamorados.
Camino personal, único, irrepetible; porque no hay dos caminos idénticos a través del desierto. Dios jamás se repite a sí mismo y nunca revela por adelantado sus planes y designios.
Únicamente quien tiene experiencia del desierto, quien ha peregrinado a solas con sólo Dios, puede caminar evangélicamente por los caminos de este mundo y proclamar la misericordia de Dios a los más pobres de entre los hombres nuestros hermanos, como estos nómadas del viento que ahora acampan a cielo abierto, perdidos en Dios, caminando en entera desnudez de todo asidero humano.
Radical renuncia a lo que nos era más querido, abandonar la aparente seguridad de nuestras enmascaradas esclavitudes, para caminar con rumbo incierto, camino a lo desconocido, sin más certeza que la promesa de Dios. Es la tierra de la gran soledad, una soledad a la que instintivamente tenemos miedo y rehuimos. Una soledad que nos dará la medida de nuestra madurez afectiva y espiritual, que nos capacitará para sentirnos a gusto con todos, con cualquiera, y a la vez no necesitar de nadie más que de sólo Dios.
El verdadero nómada, no es la que se acerca al desierto como quien hace una visita turística a un lugar del que rápidamente regresará. Se trata de la verdadera espiritualidad  del peregrino; caminar sin esperanza o posibilidad de regreso a las mil esclavitudes de nuestros muchos “egiptos”; será no sólo lugar de encuentro con el Amado, sino también el lugar de combate cuerpo a cuerpo, sin cuartel.
Caminando junto a estas gentes descubro que el desierto me ha enfrentado con la desnuda verdad de Dios y la desnuda verdad de mí mismo. En esta noche dormida al raso entre el ganado y las gentes de este clan, no me acompaña aquí más que la oscura luz de la fe. No se trata de venir a la soledad como quien busca disfrutar de unos días de descanso entre muchos quehaceres. Se trata de sentarse a los pies del Maestro y aprender que no estamos en la Iglesia para producir eficiencia sino para derramar nuestra vida postrada ante Él.
Todos atienden a sus quehaceres en silencio, saben perfectamente lo que han de hacer; y es que el silencio del desierto es sobrecogedor, donde sólo se oye soplar el viento del Espíritu y el aullar cobarde de las hienas. Implica dejarse despojar del hombre viejo con sus recuerdos, imágenes del pasado, curiosidades o distracciones mundanas, sucedáneos de la vida en sociedad. El desierto no admite componendas; con fuerza brutal nos obliga a escoger y nos desnuda de disfraces superfluos y banalidades varias.
Paradójicamente, sólo nos llegamos a conocer de verdad en el desierto, cuando nos dejemos de preocupar de nosotros mismos, cuando nuestro corazón esta progresivamente menos dividido por tantas preocupaciones y tiene como único deseo esencial el amor. Amar a Jesús con locura.
Este conocimiento de nosotros mismos nos ayuda a descubrir la gracia que es ser peregrino sin domicilio, sin equipaje, sin seguridades para el mañana. El desierto, de este modo nos desenmascara y el paisaje, duro, austero e incluso inhóspito del desierto que en definitiva es Dios mismo visto a cara descubierta, no permite que nos creemos una imagen falsa de nosotros mismos. Supone caminar hacia Él sin un plan de vida preconcebido y en plena disponibilidad para los hombres nuestros hermanos. Hemos de conservarnos maleables y libres de todo cuanto pueda impedir que Dios sea libre en nuestros adentros.
En estos secarrales africanos la caída del sol a cada tarde y la llegada del crepúsculo abrasador es sobrecogedor. Vuelvo la vista atrás con mirada agradecida y veo cuantas maravillas ha hecho el Bueno Dios donde antes no había nada.
Gracias a tanta gente generosa, estamos -¡por fin!- muy cercanos a concluir la escuela y centro nutricional de Gode. Esperamos que a primeros de año, pueda estar equipado y funcionando a pleno rendimiento. Ha sido un camino largo, lleno de sinsabores, sacrificios y sufrimientos. Si gracias a todo lo padecido mañana puedan pequeños y mayores somalíes tener un futuro mejor, habrá valido la pena caminar todos estos años enyugados a Cristo.
También asombrado doy gracias por todos los jóvenes y menos jóvenes misioneros laicos que estos meses pasados nos han acompañado desde diferentes países con su fe vivida, su entusiasmo desbordante, sus interrogantes a flor de piel y sus ganas de dar la vida por Jesucristo en los hermanos más pobres. El Espíritu sigue soplando con suave violencia, tocando corazones, alentando decisiones radicales por el Evangelio. Que verdad es que el Sí de unos se edifica cada día sobre el sí de otros.
A todos os doy las gracias porque sin vosotros el amor de Dios jamás hubiese llegado hasta este recóndito secarral africano; gracias a las hermanas de clausura que con su silencio y vida entregada a todos los misioneros nos sostienen; gracias a tantos que desde su pequeña vida ofrecen sus rezos sus cruces y penas por los misioneros del mundo entero; gracias a tantos que nos habéis apoyado económicamente privándoos en no pocas ocasiones de vuestros propios gustos para dar a quien nada tiene.
Ante el Sagrario de la misión por todos oramos y con Nuestra Señora Reina de la Misiones pedimos que a todos nos acoja bajo su bendito manto.
Os bendigo a todos.
Padre Christopher